#2 Sobre la fantafobia
Donde hablamos de algo que sabemos que existe por mucho que nos digan que no.
Hola y bienvenidos a mi segundo boletín. Hoy hablaremos acerca de un concepto que acuñamos colectivamente con algunos amigos: la fantafobia. Debo, eso sí, recalcar que no se trata de un término oficial; no es jerga de teoría literaria, aunque no por ello es menos importante.
Un cuento viejo como el hilo negro
El género imaginativo dominante en Chile y en buena parte de Latinoamérica es la ciencia ficción. El terror ha dado pasos importantes pero no debemos engañarnos. El futuro, los transistores, los aliens y las distopías tienen más arrastre que los dragones, los elfos o las hadas. Les va, por ejemplo, mucho mejor en la academia o en las revistas literarias.
Me gustaría decir que la responsabilidad de este penoso fenómeno recae en las editoriales de pago que sobrecargan el mercado con obras de dudosa calidad; con todo, el desprecio y la sospecha por la fantasía, al menos en Chile, datan de tiempos antiguos. No solo es fácil rastrear la geneaología de terror o la cifi nacional. La llegada de la mala fantasía es un fenómeno reciente cuyo origen se puede rastrear, a su vez, a la instalación de editoriales de pago “especializadas” en el rubro.
No diré, nótese, especializadas en el género. Porque de “género” no saben demasiado.
En mi caso, descubrí el desprecio por la fantasía como expresión literaria durante mis años de colegio. A mis profesores no les gustaba Tolkien; ahora bien, eso era y sigue siendo normal en ciertas cohortes etarias y tampoco está mal. Yo tampoco gusto de los libros que ellos prefieren. De hecho, estoy en paz con mis maestros de esos tiempos.
La fantafobia que da nombre a este boletín emerge, de hecho, en el fandom local. Por lo pronto, me abstendré de nombrar asociaciones que, por cuenta propia, se abstienen de nombrar al género en cuestión. Sí seré justo al afirmar que en eso no son ni serán mejores que sus antecesores. Hace quince años se solía hablar de que la fantasía, la ciencia ficción y el terror eran, esencialmente, la misma cosa.
Eran los días del slipstream y los géneros desdibujados. Hoy el monstruo contraataca disfrazado del new weird.
La hermana loca encerrada en el desván
Lo que el slipstream, los géneros desdibujados y el new weird tienen en común es algo que, en sí mismo y por sí mismo, no es malo. Son manifestaciones amplias de lo que, en un sentido más académico, podríamos llamar literaturas no miméticas (es decir, literaturas que no se proponen imitar lo que llamamos realidad). En Chile también hemos bautizado a esta quimera bajo el mote de fantástico en un sentido amplio.
La idea de definir la fantasía como un eslabón en un continuo de literaturas difusas no es nueva. Uno de los primeros en subordinar la fantasía a la macrocategoría de la ciencia ficción fue John W. Campbell, probablemente uno de los primeros fantafóbicos de notoriedad mundial del siglo veinte. De hecho, definir la fantasía como un “conjunto difuso” (en el sentido matemático) también ha sido utilizada por estudiosos respetables de este campo cultural, como Brian Attebery en su libro Strategies of Fantasy (1992). Su influencia ha sido enorme y perdura, incluso en nuestros días.
El problema de la amplitud o vaguedad de estas definiciones es que, mágicamente, no afectan a la ciencia ficción o al terror. La gente sabe cuando está frente a una novela de robots o de fantasmas. Basta nombrar a las hadas para que se espanten e incurran en todo tipo de cabriolas mentales para ocultar el evidente rechazo que les despierta el otro género. En una ocasión, llegué a llamar a la fantasía como la hermana olvidada del trío. Me pregunto si, acaso, no habría que considerarla como la hermana loca encerrada en el desván.
La fantafobia, de hecho, se expresa mejor en el silencio cómplice de aquellos que la comparten. Dicho de otro modo, un fantafóbico, por lo general, no suele ser honesto y habrá que reconocerlo por sus manierismos, decisiones y omisiones. Ahí, el famoso adagio atribuído a Jesucristo brilla por su lucidez. Los frutos de la fantafobia se ven a distancia, incluso tras el velo. Sin embargo, el problema no es, como dicen, una nuez fácil de pelar.
No tengo pruebas pero tampoco dudas
Cuando entré en el circuito literario chileno de género a principios de la década pasada me encontré con la indiferencia de la revista popular de cifi de turno y de los autores que, en esos días, prometían llevar a Chile a una nueva edad de oro. En esos días uno escuchaba hablar mucho, incluso, del new weird. Mi director de tesis de pregrado daba charlas sobre la inevitabilidad del slipstream y sus entonces amigos y colegas escritores no paraban de hablar de las bondades de los géneros desdibujados. Aun así, cuando necesitaban un término paraguas, decían fantasía. La ciencia ficción era fantasía. El terror era fantasía.
El único género que no era fantasía era la misma fantasía.
Esto emergía especialmente en las conversaciones que se tenían al respecto. Los entusiastas del terror y la ciencia ficción solían citar a los “clásicos” de sus respectivas arenas de trabajo. Sin embargo, no hablaban de la teoría específica que nos legaron autores como George Macdonald, J.R.R. Tolkien o la misma Ursula K. Le Guin. Citar los ensayos de estos escritores era el equivalente de pronunciar un hechizo de silencio o un maleficio de perpetua incomodidad. El diálogo honesto era reemplazado por insultos, apelativos extremistas o miradas condescendientes. Los jóvenes fantasistas eramos “ellos, los académicos, los literatos”. No había disidencia, decían. Supuestamente, había espacio para todos.
He dicho que no tengo pruebas pero he mentido. Cualquier alma caritativa que se digne a buscar el programa de cualesquiera de los dos Encuentros de Literatura Fantástica y Ciencia Ficción ocurridos en los últimos diez años se dará cuenta de que la mayoría de ponencias aceptadas fueron en torno a los géneros aludidos en el nombre mismo del evento. De fantasía, en esa instancia, prácticamente no se habló. De no ser por Paula Rivera y un servidor, la hermana loca habría seguido encerrada en el desván.
This fear of dragons
En 1974, Ursula K. Le Guin escribió un ensayo titulado originalmente “Why are Americans afraid of Dragons?”. El título de la versión para los que vivían del otro lado del charco (es decir, el Reino Unido) fue, precisamente, el que puede leerse más arriba.
En cierto sentido, podríamos decir que la dracofobia es un síntoma de buena salud. Nadie, a fin de cuentas, quisiera morir carbonizado por un dragón en las alturas de su monstruosa y embelesante gloria. Sin embargo, el miedo al que alude Le Guin en su título no era la aversión a la majestuosa bestia escupefuego. La imaginación, la mente consagrada a una facultad no utilitaria, era el verdadero horror de los norteamericanos de esos tiempos. Que alguien pudiera atreverse a amar lo imposible, aquello de lo que no se puede redituar, era inconcebible, ignominioso, un espanto por derecho propio. Que alguien anhelara refugiarse ahí era lo peor de lo peor.
No obstante, Le Guin observó inmediatamente que el “antídoto” de la dracofobia estaba en lo que ella llamó el falso realismo de las historias de millonarios, playas y holetes lujosos. Esta observación es particularmente valiosa viniendo de una autora que se formó con autores como Tolstoy y Virginia Woolf. Curiosamente, el “realismo en un sentido amplio” de los autores modernos y premodernos aquí aparece como una fuerza positiva. Que, más tarde, la autora completara la idea afirmando que necesitábamos realistas de una realidad más amplia refuerza la idea todavía más. La fantafobia es, en último término, el miedo de esa realidad ancha, vasta y generosa.
Más preguntas que respuestas
Durante un almuerzo posterior a un evento académico en el que Paula argumentó a favor de dinamizar el precario estado de la fantasía en los estudios académicos, un colega (hoy amigo) me preguntó si acaso pensaba que aquello que hoy llamamos fantafobia no sería, en realidad, un miedo a la infancia. La fantasía, después de todo, es un género que se asocia a la niñez y (por ende) a los mandatos sociales vinculados a esta última. Algún día, se nos dice, hay que crecer. Bajo ese prisma, la ciencia ficción y el terror son más fáciles de disfrazar bajo una pátina de seriedad. Aunque la premisa es tentadora, es preciso rechazarla. Hay niños y niñas que aman a los robots y a los fantasmas tanto como a las hadas o a los elfos. El miedo es posterior y tiene que ver con pulsiones más profundas.
Creo, sí, que hay un grano de verdad en la propuesta del colega. La premisa de Rosemary Jackson (1981) que abre su libro Fantasy: The Literature of Subversion de que la fantasía es la literatura de aquello que consideramos perdido u olvidado podría echar luz sobre el asunto. Sin embargo, la propia noción de Jackson es “amplia” en el sentido antes mencionado, incluyendo obras que yo mismo me vería inclinado a clasificar dentro de otros géneros. En otras palabras, el argumento de Jackson, sin apostillas, también es aplicable a los otros géneros imaginativos.
Como pueden ver, no es fácil desenrollar este ovillo. Tal vez solo tengamos que atrevernos a quemarlo con fuego de dragón.
¡Hasta la próxima!